Vigorosas levedades metálicas
El título recién formulado lleva a pensar en cierta contradicción. La levedad es síntoma de ligereza, escasez de peso, gracia, sutileza. Parecería, en consecuencia, carecer de la fuerza que se identifica con el vigor. Sin embargo, ambas propiedades pueden convivir en una obra de arte. En las esculturas de Diego Santurio, por ejemplo, conviven vigor y levedad. La gracia con que se corporizan los volúmenes, la sutileza visual, establecen un vínculo imprescindible con la fuerza energética que se muestra.
Hace ya algunos años visité el taller de Diego Santurio en Salto, ciudad del litoral norte uruguayo. Era un creador sorprendentemente joven. Sobre todo con relación a la madurez escultórica de alguien que estaba comenzando. En algunas obras, de manera inevitable, mostraba influencias reelaboradas de modelos escultóricos transitados a lo largo del siglo XX. Pero en otras, ya definía la personal conjugación de gracia formal y potente fuerza expresiva. Por ejemplo, y creo corresponde a esas primeras piezas, quedé deslumbrado con una esbeltísima columna en acero que respondía al hermético nombre de DCTI. De hecho, todas las esculturas de Diego Santurio, salvo excepciones, se identifican con crípticos nombres, como curiosos códigos conformados por algunas mayúsculas de imprenta. Aun a riesgo de desarticular posibles misterios, hago constar que dichos nombres solo responden a una manera elegida por el autor para poder identificar las obras. Esta nomenclatura, de alguna manera, las libera de lecturas direccionales. El espectador podrá “leer” solo la destacable armonía formal, el delicado juego espacial o podrá adherir a esas letras las diferentes, imaginadas historias. La mencionada escultura, pequeña y deliciosa escultura, muestra una delgada forma vertical muy texturada. A las dos terceras partes de su altura el rígido junco metálico se enjoya con un deslumbrante juego de varillitas también aceradas, creando un despliegue de movimientos balletísticos. La pieza es uno de los tempranos ejemplos de la levedad predicada por la delgadez de la columna central y por el juego de pequeñas varillas, junto a la fuerza ascendente capaz de provocar incluso la inesperada ejecución de acelerados giros. Hecho también singular, creativa contravención a la norma, la escultura no tiene soporte propio. Debe ser incrustada en un pedestal o colgar en la libertad del espacio mediante alguna sujeción superior. Otra pieza muy parecida, GRFL, muestra otra esbelta y aun más fina columna con otro juego de formas en acero, ahora danzarinas y serpenteantes láminas dotadas de una cautivante elegancia.
La vigorosa levedad definida en el párrafo anterior le otorga a las esculturas rasgos muy especiales que se suelen aplicar a la factura técnica de blanduras textiles. Porque en las obras de Diego Santurio se puede hablar de tramas, hilos que cruzados y enlazados se despliegan sobre otros llamados urdimbre, hilos verticales que ofician de sostén. Pero estas tramas y urdimbres metálicas escapan a toda regularidad ortogonal, a todo intento de cruces perpendiculares. El artista va generando tramas y urdimbres que responden a ritmos y contra-ritmos aleatorios, gozosamente libres, trasmitiendo una sincopada musicalidad. A veces, esos entramados parecen tener un centro de dominio establecido por una forma esférica u ovoide, como en la hermosa escultura blanca implantada contra el maravilloso paisaje del lago creado por la represa de Palmar, casi en el centro del Uruguay. Una blanca ascensión de varillas entreteje una forma hiperbólica y en equilibrio perfecto un achatado ovoide parece orquestar todo el circundante encaje metálico. Algo parecido sucede con otra pieza instalada en el Parque de Esculturas de la Fundación Pablo Atchugarry, parque gestado por el escultor uruguayo del mismo nombre y de reconocida fama internacional, que se ubica cerca de Manantiales y Punta de Piedras, dos destacados balnearios del este uruguayo. La espléndida forma envolvente parece fugar hacia el cielo,
buscando desprenderse de las sutiles sujeciones que la atan a la tierra. Se infla, redondeándose, para entrañar una gran esfera muy pulida. La esfera provoca un creciente asombro, al crear la sensación de una imposible levitación. En otro trabajo, una forma entubada con un ensanche inferior opulento, contiene otra esfera profusamente texturada. La pieza se encuentra ubicada casi a la entrada de otro prestigioso balneario esteño, José Ignacio. Otra vez, esa esfera desafía la soberbia de la gravedad. Se dispone a iniciar el vuelo que insinua la inclinada armazón. En las tres obras, no puedo evitar reiterarlo, sigue sorprendiendo el vínculo entre la incertidumbre de lo leve y el empuje del vigor. Se siente aun con más nitidez, de seguro porque el crecimiento volumétrico amplifica la armonía de ambos valores expresivos. En otras piezas recientes los entramados pasan a ser parte dominante del planteo entero. Como amables contenedores del espacio, permitiendo sugerentes juegos de continuas y permutables entradas y salidos.
Sucede que el relato escultórico de Diego Santurio reside en aquellas vertientes que prefieren la insinuación volumétrica antes que la presencia contundente de cuerpos regulares o irregulares. Eso sucede tanto en las obras de apoyo como en las piezas móviles más recientes. Apenas la presencia de las esferas y el ovoide, de láminas muy esbeltas casi planas, suave o decididamente onduladas. Las muestras más claras de esta semántica escultórica pueden hallarse en varias esculturas pequeñas y, sobre todo, en dos piezas monumentales de implantación urbana. Por ejemplo, una gran obra ubicada en el Parque Mattos Neto, como parte del bellísimo paseo costanero sobre el río Uruguay en la ciudad de Salto. En ella, una alta lámina apenas curvada sostiene la filigrana de varillas que, a su vez, respaldan una gran esfera. Por ejemplo, Ascenso, pieza escultórica emplazada en el propicio escenario del lago perteneciente al Daning Lingshi Park, en la ciudad de Shanghái, China. Tres elegantes y altas láminas parecen gigantescos sépalos que cobijan una especie de pimpollo estructurado por las habituales varillas. Por ejemplo, el portentoso móvil que pende en un patio interior del World Trade Center de Montevideo. Una envolvente y poderosa cinta de acero inoxidable se deja erizar por varillas que apresan una esfera cubierta de fulgurantes burbujas.
El resultado final de cada obra está directamente vinculado a la notable destreza técnica. No debe ser ajeno a esa fértil habilidad el ser hijo de un metalúrgico, el haber tenido desde niño un estrecho aprendizaje natural, acostumbrándose a un vasto repertorio de metales. La prolijidad con que se cortan y pulen las laminas, el cuidadoso e invisible soldado de las varillas. La habilidad para decidir fusiones, el refinamiento de las esferas pulidas y el barroquismo de aquellas que ostentan texturas. También ha sido determinante, y el artista lo ha remarcado varias veces, el reiterado encuentro con ese gran maestro de la escultura uruguaya que es Octavio Podestá. También, gracias a la convocatoria de la Fundación Villacero en Monterrey, México, el hecho memorable de haber podido estar en cercanía con uno de los mayores creadores de la escultura contemporánea, el inglés Anthony Caro. Y también sus esporádicas exploraciones por otras disciplinas bastante lejanas al relato escultórico, como las intervenciones urbanas o el video documental. Me obliga a recordar un diálogo sostenido con el formidable pintor argentino Luis Felipe Noé. Según él, la experiencia en prácticas instaladoras, viajes que se ha permitido de tanto en tanto, lo hacían retornar a la pintura con revitalizadas energías. Parece ser que con Diego Santurio ocurre algo similar. Luego de experimentar en áreas diversas, su retorno a las tres dimensiones escultóricas se vigoriza, crece, fructifica, y renueva las emergencias de la sutil levedad, del melodioso vigor.
Alfredo Torres.